10 febrero 2015

El oficio según Al Berto


Fotografía de Felicienne Marboeuf

“Crees que eres escritor y vives como escritor. Con independencia de lo que escribas, te inventas un escenario de escritor. Porque vives con mitos en la cabeza y eso te parece bellísimo. Crees que un escritor debe comprarse unas pantuflas y una bata. Piensas que es indispensable. Un escritor tiene que tener unas pantuflas y una bata. Tiene que tener una buena pluma estilográfica. Tiene que tener varias cosas que forman parte del mundo de la escritura, aunque no escriba nada. (…) Escribes y tienes que vivir rodeado de todas esas cosas que forman parte de la escritura: los papeles, los cuadernos, algunos libros. No muchos. Has perdido en parte la locura de querer tener todos los libros, permanentemente, sobre ti, la biblioteca ambulante encima. De eso ya no queda mucho. Pero lo hubo. ¿Te acuerdas? No te movías sin tus libros. Fue quizás lo último que perdiste. Quizás ya no sea demasiado importante andar con todo eso detrás.
El escritor tiene siempre un millar de personas dentro de sí —murmuras mientras te miras al espejo. Ves a alguien que necesita un litro de café y una buena ducha para despertarse, y que encuentra una dificultad inmensa para reconciliarse con el día. Colocas la bata para tapar el pecho descubierto. Esto es muy difícil. Cada mañana, despertar siempre. De noche es siempre más fácil, por lo menos reconocerte en esa imagen. Es obvio. La soledad se paga… Pero un escritor está por encima de la condición humana. Esto es, necesita nombrar las cosas para que existan. Y, en el momento en que las nombra, uno se coloca en una posición de dios o demiurgo. Desde este punto de vista el escritor tiene la posibilidad de desdoblarse en todo, no solo en personas sino en objetos, animales, en todo. El universo entero debe estar en su interior, si no, no es un escritor.
A día de hoy solo escribes en casa. Y eso te protege del exterior. Escribes siempre a mano, no te gustan los ordenadores, pero te gusta el ruido de la máquina de escribir. Sientes una inclinación hacia el lado físico de la escritura: el papel, el olor de la tinta, las plumas. Hay una faceta en la belleza del momento en que se escribe que tiene que ver con eso y que siempre provoca en ti un gran placer, que la escritura no siempre provoca. Odias los bolígrafos. Ni siquiera eres capaz de escribir con ellos. Con la pluma estilográfica, la textura de la tinta en el papel forma parte del propio placer de la escritura. Durante muchos años escribiste metido en la cama —y actualmente solo consigues leer acostado— pero ahora, como tienes una ventana mirando al mar con una vista suntuosa, te sientas ahí a trabajar. Cuando cambias de lugar, tienes tendencia a escribir cosas emocionales. Hay que producir durante el invierno, porque a partir de la primavera otorgas mucha atención a los vinos, las comidas, las salidas nocturnas… Para decir verdad, no te apetece hacer nada, el verano para ti es algo muy físico. Quizás es porque eres Capricornio…
Ahora podrías poner un disco […] Pero ahora escribes. Y cuando escribes no oyes música. Tienes un ruido de fondo que normalmente es la radio. Curiosamente. Por razones obvias: hace muchos años no había dinero para discos ni tocadiscos. Y basta con que haya un ruido, y muchas veces ni identificas lo que estás oyendo. Hace compañía. Luego, a veces hay algo que despierta la atención y oyes un poco más sin llegar a saber quién toca. Es, como se dice, tener compañía, mucho más que el ruido. Esto te hace estar concentrado, te obliga a concentrarte.
Cuando pasas al papel, el ritmo de trabajo se altera. Mantienes una disciplina absolutamente férrea: no sales de casa, adoptas hábitos alimentarios frugales y tienes una capacidad de trabajo de veinticuatro horas al día si es necesario. Es lo que tú asumes como trabajo de escritor. La primera versión es una carta de marear, tiene siempre algo de residual: al pasar al papel algo se pierde. Es preciso retomar eso y ese proceso es extremadamente doloroso porque hay cosas que la memoria borra completamente y porque el efecto físico de la escritura es otra realidad. Hay una versión, entre líneas otra, en el margen de las hojas hay listas inmensas de palabras, ideas para otros poemas, pequeñas iluminaciones… Hay un momento en que sientes la necesidad de despersonalizar todo aquello, para una primera limpieza en serio, y eso presupone pasarlo a máquina. Es la parte más terrible: para que no haya ninguna corrección a mano, llegas a pasar un poema doscientas veces a máquina y a veces acabas por volver a la versión inicial, que es la más desequilibrada pero la que más te gusta… No conservas esas versiones: en cuanto hay una nueva, las anteriores van a la basura. Pero el trabajo de corrección, la depuración, no te fascinan, porque tu vida es cada vez más barroca: te fascina asumir enteramente la vida de “escritor”, con todos sus rituales. No solo los propios, sino los de los otros: tener pantuflas a lo Tenessee Wiliams, bastón a lo Borges,… No eres capaz de releer De repente, el último verano sin tener al lado una nevera portátil con vasos de cristal y mucho güisqui y una bata y unas pantuflas como Tennessee Williams aparece en fotografías. Esto se complica cuando lo asumes en lo que escribes: por momentos, te sientes el actor de tu propia escritura...”
Al Berto, “Os dias sem ninguém”, distintas procedencias, tomado de Anghel, Golgona: A Metafísica do Medo: Leituras da obra de Al Berto, tesis de Doctorado en Literatura Portuguesa Comparada, Universidad de Lisboa, 2008, pp. 219 ss.
Traducción de L.M.M. (con Íñigo Linaje y Karla Olvera en mente).

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